Por Tamara Alonso Agudo
Ella era tan bella como la misma
luz, pura, inalcanzable, etérea. Su nívea tez resplandecía en contraste con sus
alas negras, tan oscuras como su pelo y sus ojos. Estos, pozos de tristeza y
desdicha lloraban por un dolor ajeno, el de los mortales. Las leyendas populares
la describen como un ser horrendo, esquelético y cruel, nada más lejos de la
realidad. El Ángel de la Muerte no disfrutaba apartando a los humanos de la
vida, y sufría con cada alma que se llevaba.
Sólo las almas cansadas le
otorgaban paz, porque ellas buscaban un descanso que no podían encontrar en
vida, y Ella podía ayudarlas. Era entonces cuando una diminuta llama se
encendía en su interior y daba calor a su fría existencia. Pero nunca duraba lo
suficiente, porque había demasiadas almas que no estaban preparadas para morir
y Ella tenía que alejarlas de todo lo que les era amado. Era por eso que
sufría, entendía lo que sentían aquellas almas porque también a Ella le
arrebataron una vez lo que más amaba, la que ahora era la Musa de la Tragedia.
Cada una de las dos recibió un
castigo dentro de su rango: la primera, como ángel, fue condenada a retirar de
la vida a todas las almas existentes y por existir; la segunda, como musa, fue
condenada a concebir únicamente las más trágicas historias. Así, las dos fueron
privadas de la felicidad por cometer el error de amarse.